Son las 23:00 horas de una noche cualquiera de verano. Permanezco en casa con la ventana abierta y, en mi momento de mayor paz y tranquilidad existencial comienza el concierto de niña-rata, con sus arrítmicos “iiiiiiiiiiiiiii aiiiiiiiiiii” a intervalos de unos 12 segundos. Me asomo como siempre y ahí está, niña-rata, sentada en un banco del parquecito infantil que tengo enfrente, mientras los papás-rata devoran pipas hinchando los mofletes mirando hacia un muro que tienen unos metros más adelante, como intentando fijar ahí sus pensamientos y así escapar de la deflagración moral que supone haber parido a la niña-rata.
El chillido se detiene unos segundos, mamá-rata se ha acercado y le ha dado un brusco de pan. Niña-rata lo sostiene en la mano, mirándolo con curiosidad, y posteriormente lo arroja al suelo para proceder a continuar su concierto. Esta es su noche y no la van a callar.
Finalmente, papá-rata se levanta –como siempre- y hace lo que debería haber hecho desde el principio, coger a niña-rata y darle su sesión de columpio durante la próxima hora. Ya no puede roer pipas, pero el silencio ha vuelto a la madriguera. Bueno, no tanto, mañana me acercaré a poner aceite al columpio.
Son las 00.00 horas de un día cualquiera de verano.